jueves, 27 de noviembre de 2008

ASCENSO Y CAÍDA DEL CITYGROUP


Ojalá que las dos campañas de publicidad mejor conocidas de Citigroup: “Citi nunca duerme” y “Vive con opulencia,” se conviertan en una señal de advertencia para la próxima generación: no sigas los consejos de ejecutivos monetarios privados de sueño y vive dentro de tus posibilidades. A partir del cierre del viernes, Citigroup tenía 2 billones de dólares en “activos” y 20.500 millones en valor en el mercado bursátil, lo que sugiere fuertemente que el término “activos” es algo inexacto en Wall Street. Tarde anoche el gobierno de EE.UU. aceptó tirar cientos de miles de millones de dólares más a ese agujero negro sin que a la compañía se le haya exigido algún plan de supervivencia como se hizo con los fabricantes de automóviles: aparentemente si uno produce esas máquinas de cuatro ruedas que nos llevan al trabajo se convierte en sospechoso; si fabricas pérdidas en derivados ininteligibles, estás bien. 

Los cinco días de la espiral de la muerte de Citigroup la semana pasada fueron surrealistas. Conozco a unos 20 recién casados que tienen mejores planes de respaldo financiero que ese gigante de la banca global. El lunes tuvo lugar la reunión en la Casa del Ayuntamiento con empleados para anunciar el despido de 52.000 trabajadores. (¿No se supone que las reuniones en ese lugar inspiren confianza?) El martes vino el anuncio de que Citigroup perdió en un mes un 53% del dinero de un hedge fund interno y que vuelve a introducir a su balance 17.000 millones de dólares que habían sido ocultados en las Islas Caimán. El miércoles trajo la alegre noticia de que una firma legal sostiene que Citigroup vendió algo llamado MAT Five Fund como “sin riesgos” y “seguro” sólo para verlo perder un 80% de su valor. El martes, el príncipe saudí Walid bin Talal, de ese visionario país que no permite que mujeres conduzcan coches, se presentó para reasegurarnos que Citigroup está “subvalorado” y que él comprará más acciones. Como no tenemos príncipes propios, tendemos a asociarlos con cuentos de hadas... El día siguiente la acción bajó otro 20% y 1.020 millones de acciones cambiaron de manos. Cerró a 3,77 dólares. 

En total, la acción perdió un 60% la semana pasada y un 87% en este año. El valor en el mercado de la compañía ha caído ahora de más de 250.000 millones de dólares en 2006 a 20.500 millones el viernes 21 de noviembre de 2008. Son 4.500 millones de dólares menos de lo que Citigroup debe a los contribuyentes por el programa de salvataje del Tesoro de EE.UU. 

Para redondear las noticias de la semana apareció el viernes la revelación de que después de recibir 25.000 millones de dólares de dineros públicos, Citgroup seguiría cumpliendo con su compromiso de 400 millones de dólares, durante 20 años, y que haría un pago a cuenta de 20 millones para que el nuevo estadio de béisbol de los Mets se llame Citi Field, (Retroceso al pasado: 7 de abril de 1999: Enron acepta pagar más de 100 millones de dólares durante 30 años para bautizar un estadio de Houston como Enron Field.) 

Fue necesaria la revocación de la Ley Glass-Steagall, legislación promulgada después del derrumbe de 1929 que prohibía que los bancos comerciales se fusionaran con sus primos casinos (bancos de inversión y firmas de corretaje) para crear Citigroup.

Sandy Weill tomó Travelers Insurance, la firma de corretaje Smith Barney (que se había combinado con la firma de corretaje Shearson), el banco de inversión Salomon Brothers y anunció el 6 de abril de 1998, que fusionaría todas esas unidades con el gigante de la banca comercial, Citicorp, propietaria de Citibank. 

Como nunca fue alguien que permitiera que lo estorbaran las leyes, el señor Weill anunció este acuerdo a pesar de que su combinación no era permitida en esos días por la Ley Glass-Steagall. 

Hizo “falta un pueblo” en el gobierno de Clinton [referencia a un libro de Hillary Clinton cuando era Primera Dama, N. del T.] para que fuera revocada la ley Glass-Steagall y se permitiera la creación del colosal monstruo financiero que necesitó exactamente una década para pagar 1.000 millones de dólares a su fundador y luego implosionar en un mar de pérdidas. Ese pueblo incluyó al Secretario del Tesoro Robert Rubin quien cabildeó exitosamente a favor de la abrogación de la ley de protección del inversionista, luego abandonó su puesto en el gabinete del gobierno de Clinton y mudó su plataforma de juego al consejo de administración de Citigroup, 17 días antes de que la ley que aniquiló Glass-Steagall fuera promulgada el 12 de noviembre de 1999. El señor Rubin cobraría 150 millones de dólares de Citigroup en los 9 años siguientes por su servicio en el Consejo, sin sacar ni una sola vez la tarjeta que lo manda a la cárcel; ni siquiera cuando levantó el teléfono y llamó a un funcionario del Tesoro y pidió al gobierno que impidiera que las agencias de calificación crediticia degradaran la deuda de Enron, con quien Citigroup enfrentaba considerables riesgos. En ese caso en particular, sufrió un revés. 

Y, por cierto, ese pueblo incluía a Alan Greenspan quien pocas veces veía una regulación de protección del inversionista que no lo llevara a agarrar un machete. Ahora, después de 19 años haciendo que el país escuchara sus barboteos ante el Congreso en habla académica, verbosa, enrevesada; después de haber ayudado hábilmente a convertir Wall Street en una “Tienda a un Dólar” y a compañías que otrora prosperaba en un yermo estéril de sindicaturas, bancarrotas y precios de acciones en caída libre, ofrece a un país en quiebra un dicho ingenioso: que se equivocó. 

La Reserva Federal realizó audiencias sobre la fusión propuesta de Citigroup el 25 y 26 de junio de 1998, en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Galen Sherwin, entonces presidenta de la Organización Nacional de Mujeres en la Ciudad de Nueva York, y yo, estábamos protestando el 16 de junio delante de las audiencias por la imposición por el señor Weill de sistemas de justicia privados para sus trabajadores. Los empleados tenían que renunciar por escrito a sus derechos de demandar a la firma ante un tribunal como condición de empleo y aceptar tribunales secretos llamados arbitraje obligatorio. Llevábamos letreros de protesta muy grandes y gráficos cuando salió un afable funcionario y preguntó si quisiéramos testificar en un panel en el que tenían algunas vacantes. Algo sorprendidas por la invitación (tal vez pretendía proveer una foto sin obstrucción del Edificio de la Fed para turistas), nos sentamos en el auditorio y comenzamos a escribir febrilmente nuestros discursos en trozos de papel. La Reserva Federal ha mantenido el original garabateado de mi texto en su sitio en la Red durante todos estos años y yo lo imprimí hoy como un triste recuerdo de la década que nuestro país ha estado encarcelado bajo el régimen corporativo. 

Con nuestros letreros de protesta apoyados contra la mesa de los testigos y un empleado de la Fed en un área trasera filmándolo todo para la posteridad, lo que sigue es un pasaje de lo que dije a la Fed el 26 de junio de 1998: 

    “Es sorprendente lo rápido que olvidamos. Hace sólo 60 años 4.835 bancos de EE.UU. quebraron y cerraron sus puertas, dejando desamparados a sus accionistas y depositarios. La razón subyacente para que eso haya sucedido fue la falta de coraje moral de nuestros reguladores y representantes elegidos para decir simplemente no a los poderosos intereses del dinero. En lugar de simplemente decir no, Washington entregó a los bancos el equivalente de una tarjeta para cajero automático para la ventana de descuento de la Fed para especular en acciones. 

    En días en los que Japón, la segunda nación industrializada por su tamaño, vuelve a vivir los años treinta en EE.UU., completos con insolvencia bancaria, es sorprendente y absurdo que estemos discutiendo la eliminación de Glass-Steagall. 

    También queremos recordar que la dinámica política que creó el telón de fondo para la catástrofe bancaria en los años treinta surgió de una cultura corrupta y confortable entre Wall Street y Washington. El juez de la Corte Suprema, William O. Douglas, (que sabía un par de cosas del tema, porque acababa de servir como presidente de la joven, nueva, Comisión de Valores (SEC) de EE.UU. antes de llegar a la Corte Suprema) lo calificó de lo que era: trapacería y corrupción. 

    Frank Vanderlip, por coincidencia, verdadero ex presidente de National Citibank, escribió en esos días en Saturday Evening Post que la falta de separación entre la banca y de los valores contribuyó a que el mercado bursátil perdiera un 90% - quisiera repetirlo: un 90% - de su valor entre 1929 y 1933. El público estaba tan disgustado por el orgullo desmedido y la corrupción que toda una generación se apartó del mercado bursátil. No fue hasta 1954, 25 años después, que Wall Street volvió a alcanzar el nivel que había fijado en 1929. 

    Existe un conjunto convincente de evidencia que sugiere que una vez más una corrupta cultura confortable se ha radicado en los cerebros de Washington. Apenas podemos mirar a los guardianes de la confianza pública cuando se deshacen por conseguir donaciones electorales de Wall Street.” 


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